28 febrero, 2008

Cristales rotos


Hay momentos que nunca imaginamos, que vivimos como una lágrima eterna, que nunca queremos recordar y para los que nadie nos ha preparado. Nadie nos dijo cómo afrontar el sufrimiento, qué se siente, cuándo nos dejará en paz. Qué hacer cuando todo lo demás desaparece y uno siente que todos los gritos, las respiraciones entrecortadas, entre los filos de lo que nadie entiende, se concentran en su alma. Nadie.

Adrián se quedó solo. De repente, se encontró allí, en un rincón de débiles aristas, solo. El tiempo se había vuelto cruel, viciado por el designio, desde hacía tiempo; sin embargo, a uno le cuesta aceptar que llegará un momento en que el destino imponga sus malditos caprichos a la posibilidad de elección. Y aquella habitación se convirtió, sin darle tiempo a sentir el siguiente amanecer, en un cubo de rubik con colores demasiado desgastados, vacíos. Mientras buscaba un poco de claridad, se dio cuenta de que no podría agarrarse ni a su propia sombra.

Si había tanta oscuridad, era porque le echaba mucho de menos. Durante todo el tiempo transcurrido antes del puto día D y la puta hora H supo que aquello ocurriría, pero nunca llegó a entenderlo. Ahora, en los altavoces de aquel rincón una voz desgarrante le recordaba algo que no olvidaría el resto de su vida: “Hay días que mejor sería no despertar. Hay sueños que mejor sería no soñar. Hay veces que mejor sería no pensar. Hay Heridas que no van a dejar de sangrar”.

Le pidió que lo repitiera una y otra vez. Sabía que iba a ser así; sólo intentaba asumirlo. Por cada rasgueo de guitarras lo pensaba. No debería haber despertado jamás.

Lo último que recuerda antes de deshacerse, de morir con todo aquello, es que quiso regalarle una poesía. Que las palabras danzaran al reflejarse donde no alcanzamos a tocar, para que supiera lo mucho que le quería, lo mucho que le echaría de menos, con sus virtudes y sus vicios, con todo lo que le había enseñado, a ser él siempre, a soñar -“que te roben lo que quieran, pero nunca los sueños”-, a escuchar con el alma. O, al menos, decirle que guardaba un baúl con cada una de sus sonrisas.

No pudo. Buscó una y otra vez su reflejo, pero el puño sangraba, envenenaba la tinta. Sólo caían cristales rotos. Y caminaba pisándolos, en su puto Territorio Comanche particular. Siempre la misma pregunta. No; uno no puede ser reportero de su propia guerra. No puede mirarla desde fuera y escribir otra Ilíada. Y si grita a los cristales- ¡nadie me preparó!- los rompe aún más. Y le rajan.

Adrián nunca dejó de llamar al alquimista. Seguro que en este preciso momento le está pidiendo ayuda. Sólo quiere darle un abrazo y otra bienvenida. La tinta, por desgracia, se corrompe en cuanto siente su mirada, todos esos cristales. Quizá se haya acostumbrado: cuando uno está perdido, las lágrimas impiden decir.



22 febrero, 2008

Reclamar lo que somos



Las actuaciones de Estados Unidos y la Unión Europea socavan el avance de los derechos humanos a nivel mundial, según ha denunciado la organización Human Rights Watch (HRW) en su informe anual. El progresivo recorte de libertades en las democracias consolidadas y su apoyo a Estados autoritarios que se esconden bajo una fachada democrática amenazan los derechos fundamentales de los ciudadanos y, con ellos, su dignidad.


La Declaración Universal de los Derechos Humanos cumple su sesenta aniversario y aún no se han establecido los mecanismos efectivos para que se respete y aplique. En todos los países, aunque de diferentes maneras, se violan estos derechos. Sin embargo, no pueden ser sólo una quimera porque constituyen la premisa mayor sobre la que se fundamenta la justicia: el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.


Desde hace años, muchos gobiernos quieren hacer de la “democracia” una etiqueta; a su imagen pero sin semejanzas. El presidente chino, Hu Jintao, que pronunció 60 veces “democracia” en un discurso en el Congreso del Partido único, es un claro ejemplo.


Cada vez es más fácil para los gobiernos autócratas lograr el reconocimiento internacional por el simple hecho de celebrar unas elecciones. Lo hacen con el beneplácito de sus aliados, y a estos no parece importarles que países, como Nigeria, Jordania, Tailandia, Kenia y Rusia, recurran a técnicas que son ilegales en el derecho internacional, como el fraude electoral, la supresión de los opositores o el control de los medios de comunicación y de la sociedad civil. Al mismo tiempo ignoran la violación de los demás derechos, reconocidos o sin reconocer, que pertenecen a todos sus ciudadanos por el mero hecho de ser personas, sin los cuales unas elecciones, por muy limpias que estén las urnas, no pueden componer una democracia.


A pesar de que el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales es la mayor conquista histórica, las democracias tradicionales los entienden como una cuestión de intereses. Según Kennenth Roth, director ejecutivo de HRW, “Washington y los gobiernos europeos están dispuestos a aceptar incluso la elección más dudosa, siempre y cuando el vencedor sea un aliado estratégico o comercial”. Sólo así se entiende que Estados Unidos e Inglaterra no hayan condicionado su ayuda financiera y militar a Pakistán, donde las elecciones se han celebrado en Estado de excepción y con más de 2.000 jueces y opositores detenidos. Y, de la misma forma, sólo por las grandes reservas de petróleo y gas se entiende que la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa haya otorgado la presidencia en 2010 a Kazajistán, a pesar del fraude en las elecciones del pasado año.


Las propias democracias consolidadas utilizan la defensa de los derechos humanos para violarlos de forma constante. Es su excusa preferida para justificar guerras, bloqueos, torturas y muertes de millones de civiles sin dar cuenta ante los tribunales. Uno se pregunta con qué legitimidad va a invocar los derechos humanos la Administración Bush, que aún mantiene en la Bahía de Guantánamo a 275 detenidos sin acusación formal ni garantía alguna, entre otras muchas atrocidades de su guerra contra el terror. O cómo lo va a hacer Inglaterra mientras actúe como una “Stasi británica”, tal y como la ha definido el analista Timothy Garton Ash, y se empeñe en involucionar con numerosos recortes de libertades derivados de su política antiterrorista, que le acercan de manera peligrosa al autoritarismo.


Todo indica que sería bueno rescatar la idea de una Declaracion Universal de los Deberes Humanos, defendida por José Saramago y otros intelectuales. Del mismo modo que tenemos unos derechos irrenunciables, deberíamos ser conscientes de nuestro deber de exigir que estos se cumplan siempre, en cualquier lugar del mundo, y no tolerar más violaciones. Si queremos que éste sea el siglo de los derechos humanos, deberíamos empezar por reclamar a nuestros gobiernos que prediquen con buenos ejemplos para que dejen de anteponer sus intereses, alianzas y obsesiones a la justicia. Para impedir que la democracia se convierta en una farsa. Para que nos devuelvan lo que somos.